domingo, 25 de diciembre de 2016

Ascensión a las Torres de la Pedriza, 2029 m.

Ascensión a las Torres de la Pedriza, 2029 m.
–desde el Collado del Miradero–
(24/12/2016) 

Hace cuatro años, un 24 de diciembre de 2012, en una ruta hasta las Torres de la Pedriza con uno de mis sobrinos y en la que subimos por el Collado del Miradero para descender posteriormente por el Callejón de la Esfinge o el de las Abejas –no sabría decirlo ahora–, descubrí que la montaña ocuparía desde entonces y en adelante un lugar especial en mi vida. En otras ocasiones he intentado explicar por qué para algunos de nosotros la montaña es tan importante, así que no volveré sobre ello aquí y ahora. En aquella ocasión encontramos algunas cabras en lo más alto de nuestro ascenso. Una de ellas llegó a intimar con nosotros, por lo que la fotografiamos repetidamente. Con posterioridad pudimos comprobar con sorpresa que una de aquellas fotografías nos había quedado muy bien, convirtiéndose casi sin proponérnoslo en la primera de otras muchas que, con el tiempo, habrían de llegar.

Torres de la Pedriza (24/12/2012).

El pasado 24 de diciembre de 2016, cuatro años después de aquella primera vez, decidí regresar a ese mismo lugar en ese mismo día del año. Son ya varias las ocasiones en las que he alcanzado lo más alto de la Pedriza desde distintos puntos de partida y con diferentes itinerarios, pero llegar a las Torres la víspera de Nochebuena representa para un montañero la posibilidad de caminar prácticamente solo, sabiendo –como diría Gaston Rébuffat– que en un día como este en verdad la montaña es su reino. Y así lo fue. 

Mapa (Canto Cochino - Torres de la Pedriza).

Eran las 8:30 de la mañana cuando aparcaba el coche en el parking de Canto Cochino. Decidido, tomé mi mochila y ajusté no sin dificultad la medida de mi viejo y gastado bastón. Algunos minutos después me encontraba caminando, sendero arriba, por la conocida como “autopista” de la Pedriza. 

Camino prácticamente solo. Dejo a mi derecha el puente de madera que conduce a la Fuente de Pedro Acuña y al Refugio Giner de los Ríos. No mucho después alcanzo el lecho del Arroyo de los Poyos en el mismo punto por el que tengo intención de regresar, ya que mi deseo es subir por el Collado del Miradero y descender por el de la Ventana. Recuerdo entonces aquella otra ocasión en la que Wiki, el infatigable y simpático perro de mi sobrino, lebrel con un notable instinto para la caza, casi cae al arroyo al intentar cruzar tras de mí el estrecho tronco sobre el poderoso torrente. Hoy no hace tanto frío, ni arrecia el viento, pero en la apagada umbría, a la sombra del solemne Pájaro, conviene caminar bien abrigado. No cruzo el río. Es sabido. 

Grupo del Pájaro. 

Siempre por el PR-M2, continúo mi ascensión en dirección norte. A la brújula no le es lícito mentir; no así a mi reloj con altímetro, que por momentos comienza a confundirme. Pronto alcanzo esa parte del bosque conocida como los Cuatro Caminos. Me detengo por un momento. Escucho el aroma de los pinos; inhalo el silencio. No hay nadie allí para corregirme, así que hago lo que me viene en gana. Cuando he tenido suficiente, reanudo la marcha. No mucho después alcanzo esa inmensa y horizontal placa de granito que se tiende bajo los Llanos. El piso está congelado, así que camino por ella con sumo cuidado. A mí derecha, hacia el sol naciente, el astro rey se levanta sobre el conjunto del Pájaro, la Muela y demás caprichosas y pétreas formas, calentando por momentos a los pocos que por allí caminamos. Algunos giros y retuertos más tarde me veo sumido de nuevo bajo las copas de los árboles. El bosque es aquí más denso, pues, con el consentimiento de la roca, convive en armonía con ella. Es entonces cuando alcanzo los propileos que dan inicio al ascenso que corona en el Collado del Miradero, aún lejano. Encajados sobre un pasillo de roca y guardados por una hermosa hilera de pinos, también éstos, como los de la acrópolis ateniense, reciben al visitante que anhela alcanzar la parte alta de la ciudad de piedra que allá arriba aguarda. Y a la izquierda, inmediatamente después, un oscuro vivac nos recuerda que también la noche gusta de visitar a menudo la Pedriza. Paso a paso, entre el soberano granito y el numeroso conjunto de roble melojo que comienza a sustituir por momentos al más habitual de pino, voy ganando altura entre resuellos hasta que, como barrera de acceso, el tronco horizontal de un pino, otro conocido habitual de la zona, cobra su peaje para darnos acceso al collado. 

Los Cuatro Caminos. 

Los Llanos. 

Grupo del Pájaro. 

Raúl.

Vivac.

Raúl.

Barrera natural del Collado del Miradero. 

El Collado del Miradero o de Prao Poyos, como muy a menudo sucede con estos pasos que comunican las vertientes de solana con las de umbría, es un lugar ventoso y escarpado. Desde él, como espectador privilegiado, se observa hacia el norte buena parte de la Cuerda Larga, entre la Bola del Mundo y el Asómate de Hoyos, y hacia el sur, en días despejados, como es el caso, el titánico domo del Yelmo en primer término sobre un lienzo caótico e informe al que para bien o para mal llamamos Madrid. 

La Bola del Mundo desde el Collado del Miradero.

El Yelmo y Madrid desde el Collado del Miradero. 

Raúl. 

Ahora la nieve arropa la roca, y el camino, dibujado en huella de bota sobre el manto blanco, se yergue en lo alto hacia el este, donde las Torres, una tras otra, proyectan su sombra sobre el caminante. Frío y viento me acompañan. Yo les saludo. También ellos son mis amigos. Y como amigos les respeto, pues ellos ni me enjuician ni me juzgan con banales opiniones. Y así, paso a paso sobre la nieve, voy a parar hasta lo más alto, donde sé de buena tinta que hay un vivac de altura dentro del que no puedo evitar introducirme. Descubro sorprendido que allí dentro no hace frío, pues aquí, corrigiendo las palabras de aquella otra viajera llamada Chihiro, “el viento (no) entra en su interior”. Dudo entonces si comer allí o en el circo superior de las Torres del que apenas me separan unas decenas de metros. Salgo entonces para comprobar en qué estado se encuentra este pequeño circo y, ante mi asombro, lo encuentro sobrecogedoramente hermoso y apacible. Un sentimiento de plenitud comienza a poblar mi interior; es tan intenso que me hace temer el momento de la partida. Me demoro. El sol aquí es cálido y la nieve, apenas sin huellas, me recuerda la arena de esas playas vírgenes. Hoy no hay cabras; tampoco hombres. Nadie interrumpe mi hipnótico y contemplativo reposo. Aquí sólo habito yo. Cada piedra, cada palmo de nieve, cada brizna de aire está colmada de mí mismo. Aquí, en efecto, la montaña es mi reino. 

Hacia las Torres.

Raúl. 

Circo superior de las Torres.

Circo superior de las Torres.

Raúl.

Vivac de altura. 

Vivac.

Pero aunque el hombre puede trepar hasta las cumbres más altas, como dijera George Bernard Shaw, no puede demorarse allí mucho tiempo; y menos aún en vísperas de Nochebuena. Es, pues, momento de emprender el regreso. Tomo entonces como referencia las señales blancas y amarillas del PR-M1 que, progresivamente, entre berrocales y canchales, cruzando uno tras otro los laberínticos callejones de los Hermanitos, la Esfinge y las Abejas, me sitúan finalmente, tras haber atravesado un impactante y granítico paisaje lunar, en la ladera que desde el Collado de la Ventana desciende sin tregua, paralela al arroyo del mismo nombre, hasta alcanzar el PR-M2 en el exacto mismo punto por el que pasé a la ida. Ya sólo es cuestión de tiempo, pocos minutos, estar de vuelta en Canto Cochino. 

Raúl.

Proceso de gelifracción.

La Maliciosa desde el Collado de la Ventana. 

Sería posible imaginar otra mañana de Nochebuena que superara a la que he vivido hoy, no me cabe duda. Pero igualmente estoy convencido de que tal proceso imaginativo requeriría, para superar tal experiencia, gran esfuerzo. Hoy más que nunca soy plenamente consciente de que el secreto de la felicidad consiste en saber desear. 

Cartografía. 
Guadarrama. La Pedriza. Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama. 1:25.000, Editorial Alpina, 2014.

sábado, 3 de diciembre de 2016

Ascensión al Montón de Trigo, 2161 m.

Ascensión al Montón de Trigo, 2161 m.
–por la cara sur–
(3/12/2016)

Montón de Trigo es un pico emblemático en el corazón de la Sierra de Guadarrama que se alza 2161 msnm. entre los valles del río Moros y de la Fuenfría, en las proximidades de Cercedilla. Su nombre evoca la leyenda, pues cuenta la tradición que, tiempo atrás, un terrateniente de la región cosechó tal cantidad de cereal que al amontonarla a espaldas de Valsaín se alzó una enorme montaña dorada, toda ella de trigo. Avaro y cicatero, no quiso compartir con nadie ni tan siquiera un solo grano. Ante quienes se allegaban hasta él para implorar limosna, sordo y miserable les negaba la existencia del mogote de trigo. "No es tal", les respondía, "sino una enorme montaña de tierra con una caprichosa forma piramidal". Tantas veces llegó a repetirlo que, cierto día, su engaño se torno ante sus propios ojos en certeza, pues donde acumulara cientos de miles de toneladas de trigo se alzaba ahora un interminable y descomunal montón de rocas y tierra.

Mapa (Aparcamientos de Majavilán - Montón de Trigo - Peña Bercial).

Precisamente, ese enorme montón se convirtió el sábado 3 de diciembre en nuestro objetivo. Susana y Alfonso, junto con el que escribe estas líneas, nos acercamos hasta los aparcamientos de Majavilán para ascender hasta su cumbre cimera. La ruta comienza a los pies de la Calzada Romana, junto al puente del Descalzo. La mañana es fría y nublada, pero poco a poco vamos ganando altura, alcanzando primero la pradera de los Corralillos y no mucho después el puente de Enmedio, donde hacemos una primera parada para tomar algunos hidratos de carbono y un poco de caldo caliente.

Puente de Enmedio.

Raúl y Alfonso en el Puente de Enmedio.

La conversación es amena, por lo que el último tramo de la calzada, el de mayor desnivel, se nos hace corto. Apenas sin reparar en ello hemos alcanzado el Puerto de la Fuenfría, donde el viento, como cabía esperar, comienza a hacerse notar. Las nubes envuelven las cimas del Cerro Minguete y el Montón de Trigo, por lo que aún no podemos saber si la nieve caída la semana pasada ha cuajado lo suficiente como para perdurar. Sin detenernos, continuamos nuestra ascensión. Conforme vamos ganando altura comienzan a aparecer pequeñas placas de nieve costra que hacen incómoda la progresión. Alcanzamos entonces Cerro Minguete (2016 m.), donde aprovechamos para ponernos los cortavientos.

Ascendiendo hacia el Cerro Minguete.


En la cima del Cerro Minguete.

A pesar de estar allí mismo, a escasos cientos de metros, Montón de Trigo se oculta tras la neblina de altura. Descendemos la corta rampa que nos separa de él y comenzamos la ascensión final. Aquí la nieve es más generalizada y algo más consistente, pero aún así continúa quebrándose amenudo bajo nuestro peso. Finalmente hacemos cima (2161 m.). El hielo adopta formas caprichosas que sorprenden gratamente a Susana. Tomamos algunas fotos y disfrutamos por unos momentos del aislamiento que nos proporciona la cumbre y la niebla. Respiramos libertad.

Alfonso y Susana en el ascenso al Montón de Trigo.

Alfonso en la cima del Montón de Trigo.

Raúl en la cima del Montón del Trigo.

El regreso lo hacemos siguiendo el cordal que nos conduce hacia Peña Bercial (2002 m.), el tercero de los dosmiles del día. Justo antes de alcanzarlo damos con la trinchera de la Guerra Civil que nos indica el mapa. No mucho después estamos en la cima.

Raúl en la cima de la Peña Bercial.

Ya sólo nos aguarda el regreso. Primero, el collado de Marichiva; después, la pradera de Majavilán. La mañana ha cumplido con creces con nuestras expectativas. ¡Damos por inaugurada la temporada de nieve!

Cartografía.
Guadarrama. La Pedriza. Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama. 1:25.000, Editorial Alpina, 2014.

lunes, 25 de julio de 2016

Ascensión al Monte Perdido, 3348 m.

Ascensión al Monte Perdido, 3348 m.
–por la Escupidera–
(14-16/7/2016)
...y ahora también habito en aquellas perdidas laderas

Escribía Gaston Rébuffat:

"Con frecuencia una ascensión nace como un sueño, se convierte en una exaltación, un deseo espontáneo, en ocasiones irracional. Un bello nombre, una forma, una historia, un recuerdo y ya estamos unidos a esa cumbre".

Para un alpinista probado tales ascensiones encuentran su plasmación en nombres como los del Eiger o el Cervino, sin duda. Más modestamente, y aunque a veces también el montañista esporádico se deja llevar por semejantes nombres, las cumbres que para mí han supuesto un anhelo semejante han sido en los últimos años el Torrecerredo y el Monte Perdido. Sí, el Monte Perdido. Hermoso nombre. Evocador de paisajes remotos y extremos. Si a ello, además, le unimos el hecho contingente de tratarse de mi primer 3000, todo ello supone suficiente materia poética como para convertirse en esa ansiada y emotiva ascensión que nos atrapa arrebatándonos de nuestra vida cotidiana para convertirse durante algunas semanas en toda una obsesión.

Valle de Ordesa.

Gradas de Soaso.

No es el Monte Perdido una cumbre especialmente peligrosa, menos aún en julio; ni supone tampoco un desafío técnico fuera del alcance de un alpinista formado en las laderas níveas de la Sierra de Guadarrama. Pero su famosa Escupidera es un encuentro para el que más vale haberse concienciado previamente. Y así traté de hacerlo yo, escudriñando en lo más profundo de mi voluntad, tratando de vislumbrar si, llegado el momento, estaría preparado para ascender y descender por ella con la única compañía, con suerte, de mi propia sombra.

Circo de Soaso. 

Cola de Caballo. 

El inicio de la aproximación lo realicé partiendo desde la Pradera de Ordesa, desde la que se va ganando terreno y altura paulatinamente a medida que se van dejando atrás las hermosas cascadas que jalonan el Valle de Ordesa en dirección al Circo de Soaso. La más hermosa de todas ellas, la Cola de Caballo, se sitúa justamente frente a las clavijas metálicas que permiten salvar la vertical pared del circo y que nos elevan algunas decenas de metros sobre el valle a escasa distancia de la pradera donde reposa el Refugio de Góriz. Llegados a éste, el ambiente que se respira es genuinamente contradictorio, a mitad de camino entre el refugio de montaña vetusto y refinado, por un lado, y el chiringuito de montaña solicitado y masificado en el que se sirven cervezas frías y hasta cabernet-sauvignon si la economía lo permite, por el otro.

Mapa (Pradera de Ordesa - Refugio de Góriz). 

Circo de Soaso. 

Raúl. 

El cielo despejado y el sol implacable parecen desmentir las fuertes rachas de viento que por momentos se van dejando sentir. Algunos afortunados que descienden sonrientes desde la cima tras haber coronado el techo del Parque Nacional confirman que allí arriba es el viento quien gobierna. Aquí abajo, mientras tanto, busco el terreno más adecuado para montar mi pequeña tienda Ferrino. Intento que el emplazamiento elegido evite lo mejor posible el viento de poniente que poco a poco va ganando fuerza. Para reforzarlo, levanto con piedras de blanca caliza un pequeño murete que evitará, sin duda, que las rachas se cuelen por debajo de la carpa. Contemplo mi obra y me enorgullezco del trabajo realizado. Resistirá. Ahora ya puedo cenar y descansar. Pero antes de dormir resulta inevitable repasar mentalmente las claves de la ascensión del día de mañana: calma, pasos seguros, no perder el control sobre uno mismo dejándose llevar por el miedo y el desaliento, evaluar cada situación desde su contexto objetivo. Ahora ya puedo entrar despreocupado en los dominios de Morfeo.

Refugio Delgado Úbeda o de Góriz. 

Pradera del Góriz. 

Raúl. 

"Una ventana con vistas". 

Las 6:30 de la mañana. Me pongo en pie incluso antes de que mi reloj comience a silbar su monótona melodía. Pliego las varillas de la tienda, aunque la mantengo clavada sobre el terreno. Dentro introduzco todo aquello que no subirá conmigo hasta la cima, como el saco, algo de ropa y la comida, y que, aunque no poseen un valor económico muy alto, no dejan de ser mis cosas. Pero esta preocupación por abandonar atrás parte de mi equipo no dura demasiado. Es momento de centrarse en lo que hay por arriba. Comienza la ascensión. 

Mapa (Refugio de Góriz - Monte Perdido). 

Pequeños neveros bajo la mirada del Cilindro de Marboré. 

Los neveros dificultan la progresión. 

Mis primeros pasos son pausados. Mi propio cuerpo encontrará en seguida el ritmo que mejor se adapte a mi propósito. La distancia en desnivel acumulado que me separa de la cima es de 1200 metros, por lo que no deseo malgastar más energía de la estrictamente necesaria para situarme a los pies de la Escupidera. Soy muy consciente de que la clave de la ascensión se encuentra precisamente allí y que, por ello, ningún otro sitio sería más inadecuada para cometer un error por agotamiento. Pero mis piernas responden perfectamente a la tracción sobre el terreno que les voy exigiendo, por lo que poco a poco me permito aumentar el intervalo de mis pasos. Tal y como había contemplado algunos días atrás desde el extremo de la Faja de las Flores que se abre al Circo de Cotatuero, tanto la Escupidera como otras zonas elevadas del Macizo de las Tres Sorores aún presentan gran cantidad de nieve, por lo que no me sorprende encontrar frecuentemente pequeños neveros en pendiente. Sus reducidas dimensiones no suponen una amenaza especialmente significativa, pero, al encontrarse la nieve demasiado compacta, progresar por ellos requiere prestar gran atención. Aún así, decido no emplear ni crampones ni piolet, acortando camino en aquellos tramos donde la roca, aun requiriendo pequeñas trepadas, evita progresar sobre la sólida costra de nieve. Finalmente, un hermoso y gélido ibón se abre ante la vista bajo la enorme masa caliza del Cilindro de Marboré. Es el Lago Helado. Y a mi derecha, solemne e imponente, una inabarcable y pronunciada pendiente cubierta en buena parte por una blanca lengua de nieve: la Escupidera. 

A las puertas del Lago Helado. 

Cilindro de Marboré, Lago Helado y pala de nieve desde el inicio de la Escupidera. 

Me detengo frente a unas peñas para reponer fuerzas, pero el viento es aquí insoslayable y el frío sudor que resbala por mi espalda me recuerda que no debo entretenerme demasiado. Por dos ocasiones una súbita sensación de vértigo hace acto de presencia. Miro mi reloj provisto de altímetro, que me indica que he alcanzado los 3000 metros de altitud. Lo que pueda sucederme a esta altura es para mí una incógnita. Comienzo a dejar volar mi imaginación. ¡Especulaciones a 3000 metros sobre el nivel del mar! ¡Basta! ¡Me estoy dejando llevar! Estoy haciendo precisamente aquello que tantas veces, incluida la noche anterior, dije que no haría. No siento náuseas, ni dolor de cabeza alguno. He de volver a centrarme en la ascensión, en especial en este punto. ¡Precisamente en este punto! Entiendo entonces, en ese momento, que las dudas que han intentado asaltarme, así como la sensación de vértigo experimentada por dos ocasiones algunos instantes antes, están motivadas por encontrarme precisamente allí, frente a la Escupidera. Respiro profundamente, fijo mi mirada en el objetivo y comienzo de nuevo a moverme, progresando sin pausa por la expuesta panza de roca que retiene desde la derecha la primera sección de nieve que desciende desde la Escupidera. Ninguna cumbre es nunca conquistada. Antes bien, es a nosotros mismos a quienes vencemos, a nuestra imprudencia, a nuestras dudas, a nuestros miedos; y conforme asciendo, éstos comienzan a disiparse. Mi voluntad es más fuerte. 

La Escupidera. 

Alcanzo así el punto en mitad de la prolongada rampa en el que se hace preciso colocarse los crampones y sacar el piolet. Allí aguardan otros alpinistas y un grupo reducido me pide amablemente que les explique cómo deben calzarse los crampones, pues los habían alquilado esa misma mañana en el Góriz. Tras orientarles mínimamente, me ofrezco a subir con ellos, abriendo el grupo, lo que les parece bien. Poco a poco, todos juntos, vamos ganando metros. La huella está perfectamente abierta, por lo que la ascensión no requiere de una técnica demasiado depurada, aunque sí que resulta algo agotadora debido a su longitud. No mucho después alcanzamos el collado, desde donde, tras recobrar el aliento, iniciamos la parte final del ascenso, mucho más sencilla. Crampón en suela, aunque allá arriba no hay nieve, hacemos cima. Entonces reímos, nos felicitamos, posamos todos juntos frente al vértice geodésico y contemplamos el escaparate de colores y formas en la distancia que nos rodea y envuelve por doquier. 

Cima del Monte Perdido, 3348 m. 

Raúl en la cima del Monte Perdido. 

Volvemos a reír. Estos jóvenes alpinistas valencianos son verdaderamente simpáticos. Regresar con ellos hasta el refugio será muy divertido. Por supuesto, tomamos especial cuidado en el descenso por la Escupidera. Pero el camino de vuelta se convierte inevitablemente en un tiempo de plenitud y satisfacción. Lo hemos logrado, y eso, por sí solo, es suficiente para dibujar una sonrisa sobre nuestros rostros. No faltará la cerveza de rigor. 

Raúl iniciando el descenso hacia la Escupidera. 

La Escupidera. 

Mis nuevos compañeros descienden hasta Torla esa misma tarde, pero yo decido pasar otra noche más bajo la tutela de las Tres Sorores. Mañana habré de volver a Madrid. ¿Cómo puede el espíritu viajar tan rápido? Sin duda mi cuerpo llegará mucho antes a la capital que aquello de mí que no se ve. Aún hoy, cuando escribo estas líneas algunos días después, siento como si parte de mi ser aún permaneciera allí. Mi espíritu se ha engrandecido. Ahora también habito en aquellas perdidas laderas. 

Cartografía y bibliografía.
Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido. Escala 1:25.000, Editorial Alpina, 2013.
Raúl Lora del Cerro, 50 ascensiones clásicas. Guía de la alta montaña ibérica, Desnivel Ediciones, Madrid, 2009.
Roger Büdeler, Pirineos 1. Pirineo aragonés - de Panticosa a Benasque. 51 rutas selectas por valles y montañas en el Pirineo Central español, Rother, Munich, 2009.