miércoles, 26 de agosto de 2015

Memoria de mis despistes, o sobre cómo sonreír a los ratones. Cuerda de las Milaneras

Memoria de mis despistes, o sobre cómo sonreír a los ratones
Cuerda de las Milaneras, La Pedriza (28 de marzo de 2013)

El día comenzó siendo extraño; se ve que me deparaba emociones intensas, aunque yo no quisiera reconocerlo en un principio y renegara de mis despistes iniciales. Ya antes mis pasos me habían llevado hasta el Collado del Miradero de camino a las Torres de la Pedriza, pero aún no lo había hecho por la Cuerda de las Milaneras, de ahí que eligiera esta senda. Y es que la Pedriza tiene innumerables rincones y multitud de conexiones, lo que deja una sola vía para convertirse en un buen pedricero: ¡patear y patear sobre su roquedo granítico hasta que nuestros pies hagan de él memoria!


Pero, ¡ay!, erré mis primeros pasos y acabé más allá de la Charca Verde, a unos dos o tres kilómetros de la senda correcta. Después de desandar el equívoco, situado ya en el PR-1, aunque con hora y media de retraso respecto de mi plan previsto, fui dejando atrás el Cancho de los Muertos, el Collado del Cabrón y, ya por último, el de la Romera. El ascenso hasta este punto es sencillamente espectacular, en especial la subida al Jardín de la Campana. Tocaba después patearse el cercano bosque, donde el camino invierte su desnivel para darnos un respiro momentáneo, como si supiera lo que estaba por llegar: una ascensión hasta el paso de Tres Cestos por una pétrea e inacabable escalera que nada tiene que envidiar a las que dan acceso a Mordor en la afamada novela de Tolkien. Por unos minutos retrocedo cientos de miles de años en la evolución y, usando tanto manos como pies, voy ganando altura entre resuellos. Hago cima. ¡Por fin! Pero unos montañeros que reposan relajados al final de la escalera me informan amablemente de que ¡no estoy en el Collado del Miradero, sino en Tres Cestos, y que aún me queda una hora de camino por la Cuerda de las Milaneras para llegar hasta el Collado!




Como es vertiente norte, la nieve cubre el sendero, dificultando, cuando no impidiendo, el avance y la orientación. Como ya son cerca de las 4 de la tarde y el cielo se ha vuelto más pesado y oscuro, decido no perder el tiempo y ponerme en camino. Voy siguiendo la huella abierta por otros que me precedieron, así que no parece haber dificultad. Es cuestión de tiempo alcanzar el Collado y comenzar el descenso. Pero, justo cuando tengo la impresión de estar tocando techo, irrumpe bruscamente la niebla. Pierdo entonces de vista la única referencia que tenía hasta el momento: la imagen solemne de las Torres en el horizonte. En pocos minutos mi sentido de la orientación se revela embotado. ¿Hacia dónde camino? ¿Adónde me conduce la huella que estoy siguiendo? Incluso temo haber dejado atrás el desvío hacia el Collado, lo cual me estaría acercando a las Torres más y más a cada paso. Es entonces cuando desempolvo la brújula que siempre guardo en mi mochila, la misma que llevo lustros sin usar. Ella, a quien no le es lícito mentir, me informa con un rápido movimiento de su aguja que mi dirección es noreste. Como me suponía, mis pasos me están conduciendo hacia las Torres... y la bruma continúa envolviéndolo todo. Temo entonces abandonar la huella que hasta allí me ha conducido, la única que aprecio en esa zona y la misma que me impide pensar que estoy extraviado. Pero es entonces cuando caigo en la cuenta de que el camino de vuelta a Canto Cochino desde las Torres es todavía mucho más complicado y bastante más largo que el que habría de devolverme a la civilización desde el Collado del Miradero. Asumo entonces una decisión arriesgada: abandonar la huella y girar hacia el sureste. De ser más temprano no tendría inconveniente en esperar hasta ver si la bruma se cansaba de mí. Pero no lo es. Y yo sé que hacia el sureste, a unos pocos cientos de metros más abajo, la nieve y la bruma no pueden seguirme. Resuelto y decidido, dejo atrás la huella que me ha acompañado durante un buen trecho y comienzo a hundir mis piernas en la nieve para abrir mi propia pisada. En seguida compruebo que estoy perdiendo altura, pero me intimida saber que avanzo campo a través, hundiendo mis extremidades hasta la altura de los muslos y, algo que no se me escapa, estrechamente acechado por las grietas que la blanca alfombra pudiera esconder. Ante la dificultad de ganar metros, decido deslizarme en aquellos tramos con mayor pendiente. Por unos momentos me siento perdido. Pero, de repente, ante mí aparece una senda que discurre de izquierda a derecha y que me revela que mi intuición, al menos en esta ocasión, no me ha fallado. Respiro profundamente, satisfecho, y doy gracias a mi suerte, la buena, por haber salido airoso de ésta. Pienso entonces que aún estoy lejos de ser un buen montañero, pero también sé que son las experiencias como ésta las que más curten. 

Ahora ya sólo queda descender metro a metro. Estoy cansado... pero sonrío. Y esa sonrisa me llena de plenitud. Un ratoncillo sale de su cubil a saludarme. ¡Ey! -le respondo-, ¿cómo va eso?



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